Por Manuel Rodríguez Silvar. Marzo 2015
Entre el caballo de Troya y el caos
El fotógrafo de 35 años, dueño de una estética inconfundible, habla de sus influencias, la docencia y los proyectos en los que está trabajando.
Los ruidos de calle entran y se entrelazan con el rock que suena de fondo y con la leve nube de humo que recorre el ambiente. El desorden es el estado natural del estudio: hay trípodes de distintas alturas que sostienen luces que miran a una pared blanca, algunos espejos rotos apuntando en diferentes direcciones, perchas de las que cuelgan vestidos de los años cincuenta, sesenta y varios futuristas con diseños geométricos, que parecen salidos de una película de Stanley Kubrick. La luz natural tiene impedido el paso por las persianas bajas y cuesta mucho saber qué hora es, si afuera hay día o noche.
Sentado en cuclillas sobre una silla está el fotógrafo Rodrigo Salvador García Ignelzi, mejor conocido como Anatole. Su mano derecha sostiene un cigarrillo constantemente, cuando lo termina, espera unos minutos y prende otro. Un short de jean y una remera cortada de Metallica tapan algunos de las decenas de tatuajes que tiene en su cuerpo. En el cuello tiene tatuados el caballo de Troya del lado derecho y del izquierdo la palabra “caos”.
En su casa/estudio, en el barrio de Belgrano, se pueden ver colgadas muchas de sus obras. Fotografías en blanco y negro, de distintos tamaños, de mujeres desnudas. “Me divierte el misterio que puedan generar estas fotos, el miedo o temor por no comprenderlas”, manifiesta el autor y sostiene que la desnudez en sus trabajos es completamente lícita y “porque están mostradas de una forma mucho más natural. A tal punto que no se aprecian por el desnudo en sí”.
Los desnudos recorren gran parte de sus obras, incluso en fotografías donde solo se retrata la cara de la modelo. Para el artista, cuando la modelo se olvida del peso del corpiño “se puede mostrar una expresión de libertad en su cuerpo”.
Anatole es dueño de un estilo donde lo viejo es protagonista, donde la naturaleza del cuerpo está siempre en primer plano y en el que el juego de luces y reflejos son insignia.
Desde el año pasado te dedicás a la docencia. ¿Te preocupa el hecho de que tu estilo influencie demasiado el trabajo de tus alumnos?
Sí, pero encontré una manera -aplaudida o cuestionada pero es donde me siento a gusto- en donde llevo las clases de una forma muy personalizada, donde le doy espacio a la duda y a la experimentación. No es mi intención que los alumnos sean robots, ni formar “pequeños Anatoles”. Todo lo contrario, cada uno tiene un estilo marcado, latente o en camino y los incentivo para que lo desarrollen. Hay alumnos que vienen golpeados de otros cursos, que creen que algunas cosas están mal y yo les digo que no. Saben caminar pero les enseño a gatear de nuevo, a retroceder y volver a empezar.
¿Qué enseñás en tus clases?
Los motivo para que saquen fotos y que aprendan a través de la práctica. No les enseño a tocar botones de la cámara, soy más bien un tutor, un guía en algo tan primario como salir a la calle a sacar fotos. Les enseño a caminar entre las sombras, a ser fantasmas; en la calle nadie tiene que saber que uno está sacando fotos, porque condiciona al trabajo y el resultado final no es real. La premisa de los cursos es que no hay reglas. No apruebo o desapruebo a los alumnos, no les digo si algo está bien o mal. Le doy mucha importancia al mensaje, a lo que quieren mostrar con la foto, que sean conscientes y sepan entender cada elección.
Tus obras están marcadas por la melancolía, por una estética de otra época, ¿qué fue lo que influenció tu mirada?
El hecho de que con mis papás tengo una diferencia de más de cuarenta años y con mi hermano de 16. Eso hizo que de chico yo vea todo desde afuera porque ellos ya tenían un tipo de relación, porque toda la vida me hablaron de personas que yo no conocí porque estaban muertas; no sé qué es tener un abuelo, por ejemplo. Eso me influenció para tener una visión melancólica y filosófica de la vida, para ver desde lejos. En mis trabajos todo se ve viejo porque me vivían hablándome de cosas que no vi, porque heredé los juguetes de mi hermano, porque nací en la última generación de fotógrafos que usó cámaras analógicas.
¿Cómo nació uno de tus últimos proyectos donde vendés remeras que dicen “Soy una chica Anatole” y le sacas una foto a la compradora?
Varias veces me pidieron que haga remeras con mi nombre y en la inauguración de la última muestra que hice, en abril de este año, una chica llegó con una remera que decía “Soy una chica Anatole” hecha por ella. La mostré por Facebook y empecé a recibir mensajes de amigas y personas que no conocía que querían de esas remeras. Fue ridículo, pero las cosas más ridículas son las que funcionan con más fuerza y así fue. Hice unas cien remeras que fui vendiendo en estos meses.
¿Qué buscabas mostrar?
Me parecía interesante porque era una forma de ironizarme a mí mismo y volverme un objeto pop bajo el mensaje “Anatole se vende”. A través de las remeras se creó una forma de ingresar al capitalismo e ironizar a la sociedad de consumo vendiendo mierda, a la vez que incentivo la necesidad de tenerlo. Por otra parte no es que sólo estoy vendiendo algo, es una manera de solventar mis proyectos. También hay una denuncia irónica a la foto “fácil de chica seductora” con la que carga la sociedad actual, a la herencia de cómo se debe posar. La televisión nos muestra que hay que operarse las tetas y mostrar el culo para ser sexy, cuando en realidad la sensualidad de por sí es muchísimo más sugerente que poner “un cacho de carne” en una foto.
¿Pensás continuar con el proyecto?
Lo quiero seguir, incluso estoy viendo de hacer una serie de bombachas. Pero es peligroso porque si bien es para dejarlo en evidencia, estoy asumiendo un rol que no es el mío. También tengo que buscar la forma de no aburrirme porque la foto en sí, más allá del mensaje, no tiene vuelo, es como trabajar en piloto automático. Cada cosa que hago en mi vida siempre trato que me guste porque no sé hacerlo por plata, por algo rechacé mil trabajos.
“Cuando las cosas son cómodas no me gustan”, confiesa en la incomodidad de su estudio. Sobre una delgada línea, casi imperceptible, que divide su vida de su trabajo. Entre la sorpresa, lo inesperado y el desorden. Entre el caballo de Troya y el caos, se encuentra Anatole.